miércoles, 15 de mayo de 2013

El latido de la desigualdad (J.D. Botto)

Hola a todos, 

hoy os dejo un texto extraído del libro Invisibles, de Juan Diego Botto, libro que recomiendo encarecidamente, por cierto. 

Botto vivió en sus carnes la desaparición de su padre, militante de izquierdas y actor, durante la dictadura de Videla. También lo que es el exilio y ser un inmigrante. Tiene una sensibilidad especial para con este tema, por ello aunque es un texto largo, merece mucho la pena.

Os dejo con él:

Cuando alguien pasa varias horas en un barco en alta mar suele ocurrir que, al regresar al tierra, mantiene aún  la percepción de que el suelo se mueve, que los adoquines fluctúan en movimientos ondulares como las olas. Es una trampa del cerebro, que necesita un tiempo para comprender o readaptarse a ciertas realidades. Y es que cuando alguien está habituado a una rutina, le cuesta percibir los cambios que se producen a su alrededor.

Los medios de comunicación en España han detonado tantas veces las alarmas con respecto al tema migratorio, han sido tantos los titulares y las noticias sobre la invasión de cayucos y pateras, de subsaharianos y latinos que venían a transformar nuestro mundo, a cambiar nuestra cultura, a ensuciar nuestros barrios, a poblar de delincuencia nuestras calles, que a muchos les cuesta asumir una nueva realidad: España ha vuelto a ser un país de emigrantes.

En 2012 el número de personas que salieron a buscar un futuro más allá de nuestras fronteras superó por primera vez el número de personas que entró en nuestro país precisamente para lo mismo. Desde 2011 han abandonado España más de un millón de personas. Dicho de otra manera, por primera vez en muchos años el número de emigrantes superó al de inmigrantes. España es de nuevo un país de gente que necesita buscar fuera lo que no puede conseguir dentro.

El asunto migratorio no es un tema tangencial al resto de los problemas que padece un país: es una forma de radiografiarlo, es la foto más precisa de su situación, porque lo que se esconde detrás de la migración es el latido de la desigualdad. La gente parte porque no encuentra respuestas a sus necesidades, porque su país no les ofrece lo mínimo para vivir dignamente.

El deterioro de la calidad de vida de un territorio lo podemos ver en la imagen del número de personas que abandona su casa dejando atrás familia y amigos para tratar de hallar mejor fortuna en otro lugar. En España, por poner un ejemplo, tenemos un porcentaje de desempleo juvenil del 50%, una cifra insostenible e imbatible en prácticamente cualquier competición internacional. El desempleo global ronda el 25%, es decir, uno de cada cuatro españoles está desempleado. Otra cifra: más de 1.737.000 familias tienen a todos sus miembros en paro. Este es quizás el más significativo de los marcadores, porque la familia es lo que de momento está consiguiendo que la crisis no tenga la dimensión de cataclismo social que se correspondería con estos números.

El sostén familiar, representado en los padres o abuelos, tiene sin embargo fecha de caducidad. Cuando los ahorros de los mayores se agoten, la situación será insostenible. Los números son categóricos.

Mantenemos la percepción de pertenecer a un Estado de clase media, pero lo cierto es que estamos siendo depauperados. Naturalmente, los estándares de lo que significa lo "mínimo para vivir" varían si hablamos de Madrid o de Bamako (capital de Mali). Se podrá objetar que no estamos tan mal porque lo que se entiende en Europa como umbral de la pobreza sería clase media en otras zonas del planeta. Es un relativismo mezquino porque no tiene en cuenta la realidad del entorno, los costes de la vida. La exclusión social se mide en función de la sociedad en que se vive y de la que se puede ser apartado.

El primer derecho humano que se les niega a los inmigrantes es el derecho a no tener que emigrar, el derecho a un trabajo digno, a una vivienda digna, a no tener que abandonar una familia y una cultura. Nunca ha dejado de sorprenderme la facilidad con la que alguna gente trata de estigmatizar a los inmigrantes colocándoles en una especie de estatus de élite.En una doble victimización de los pobres, se llega a acusar a los inmigrantes de ser ricos clandestinos, de disimular su bienestar para aprovecharse de los beneficios de las ayudas sociales y la solidaridad: <<Esos que vienen y lo tienen todo tan fácil, esos que no tienen que pelear como nosotros, espos que vienen y reciben subvenciones y plazas de guardería, y ayudas médicas, esos que vienen a operarse, esos que en suma nos quitan lo nuestro>>, lo que en realidad quiere decir <<me quitan lo mío>>.

Sé que ese tipo de comentarios son espoleados por muchos medios de comunicación que actúan como correas de transmisión de algunos partidos políticos o de intereses empresariales. Sé que siempre es rentable electoralmente culpar de los males que nos asolan no al gobierno que hace mal su trabajo, no a las empresas que despiden trabajadores, no a la banca que ejecuta los desahucios, sino al "otro", al negro, al moro, al latino, al distinto, al de fuera o, dicho de otra manera, al pobre. Y es que el xenófobo no suele despreciar o estigmatizar a un empresario extranjero que, pongamos por caso, viene a montar un gigantesco casino y recibe todo tipo de regalos de las entidades públicas en forma de subvenciones o exenciones fiscales. No. Lo que molesta es el pobre. Pero para poder acusarlo, para poder culpabilizarlo, es necesario primero desvictimizarlo.

No es un hombre o una mujer que ha dejado atrás a su familia, no es alguien que echa de menos la comida de su madre, el olor de las calles de su barrio, la textura de la piel de su marido, no es alguien que tiene dificultades para adaptarse a un idioma distinto con unos códigos distintos, una cultura distinta, no es alguien con menos garantías laborales, que trabajará más horas con menos protección, no es ese que no está cubierto por casi ninguna ley laboral, no es ese que llora cuando cuelga el teléfono en un locutorio después de asegurarle a su mujer que todo está bien, no es nadie parecido a nosotros, ni alguien que podríamos ser, que nuestros abuelos fueron, que quizás seremos o que, en algunos casos, ya somos.

No, para poder culpabilizar a un inmigrante es preciso situarlo en ese lugar donde habitan los que gozan de grandes privilegios. En la representación del mundo que algunas personas elaboran, buena parte de los problemas que tenemos se acabarían si se fueran los inmigrantes. Hay gente que cree vivir en una sociedad donde el Estado se desvive por aquellos que vienen de fuera mientras aprieta la soga a los que han nacido aquí. Resulta sorprendente porque creo que no es tan difícil imaginar lo que significaría para cualquiera de nosotros estar en un entorno completamente distinto, lejos de los nuestros. (...)

Cuando empecé a escribir estos textos estuvo muy presente una amiga boliviana, Luisa, que lleva cerca de cuatro años en Madrid. Luisa trabaja cuidando niños pequeños, lo que en realidad significa que trabaja limpiando casas y cuidando niños. Se levanta muy temprano, coge el autobús que la lleva a su primer trabajo, donde cuida a un niño de 11 meses y limpia la casa; al mediodía toma el metro que la lleva a su segundo trabajo con otra familia, donde se hace cargo de una niña de 3 años. Yo la he visto con los niños y es difícil imaginar una mejor contadora de cuentos: ante cualquier conflicto inventa un cuento que los saca de la más espesa de las rabietas. Trabaja doce horas todos los días excepto los domingos.

Luisa tiene un hijo al que hace cuatro años que no ve. Con el tiempo ha aprendido a tejer un manto de dureza para soportar el dolor que le produce la separación con su pequeño. Cualquiera que sea padre o madre puede comprender lo que esto significa. Un sacrificio así se hace solamente si crees que es la única forma de garantizar un futuro a los tuyos, la única forma de darles las oportunidades que tú mismo no has tenido. Algunas veces ella confiesa su temor más profundo. Tiene amigas que han pasado años lejos de sus pequeños y, al volver, estos ya no las identifican como sus madres: tienen un reproche instalado en el corazón y son incapaces de borrarlo.

Luisa sabe que para su hijo es duro entender que todo esto lo está haciendo por él. Es muy difícil que no sienta que su madre lo ha abandonado, que a fin de cuentas ella no está allí para cuidarlo cuando tiene miedo por las noches, ara contarle sus cuentos, para llevarlo al colegio, para enseñarle a atarse los cordones. Sabe que el riesgo de que su hijo simplemente no la quiera, que no la sienta como su madre, es real. Sabe que cuando hablan por teléfono y el niño dice mamá es para referirse a su abuela, la madre de Luisa, que es quien ejerce ese rol de madre cuidadora. Pero a pesar de todo, para ella este periplo merece la pena. No creo que pudiera pensarlo de otra manera. A estas alturas de su vida, necesita pensar que merece la pena que todos este dolor, estos sacrificios, serán algún día reconocidos y agradecidos por su hijo. Ha apostado casi todas las fichas de su vida, al menos de momento, al futuro. Su presente no es una búsqueda de felicidad personal, sino un peaje recaudatorio para volver a casa. El ahora no importa más que como un tránsito hacia ese mañana con ahorros en que se reencontrará con su familia. Deseo que todo salga como ella ha planeado, como también deseo que pudiera tener un presente en el que no necesitara trabajar 12 horas, en el que dispusiera de cobertura médica, en el que estuviera dada de alta, en el que trabajara con contrato, en el que cobrara protegida por algún tipo de convenio. Y es que a diferencia de lo que muchos creen - o quieren hacerles creer- los inmigrantes no son saqueadores de recursos públicos.

Empecemos diciendo que los principales receptores de ayudas públicas son las grandes empresas y fondos de inversión que poseen mecanismos para tributar en  porcentajes irrisorios, y los grandes defraudadores fiscales que no solo son tolerados por ley sino que hace poco fueron premiados con una amnistía fiscal que les permitía regularizar su situación con la hacienda pública, abonando solo el 10% de lo que adeudaban. La regularización final se acercó al 3% real. Es decir, a los grandes defraudadores se les permitió no solo infringir la ley, con el detrimento para el conjunto de los ciudadanos que eso tiene - en un momento de duros recortes sociales ese dinero podría venir bien para prestaciones, sanidad,educación, etc- sino además traer dinero a España que, en muchos casos, es el equivalente a decir <<blanquearlo>>.

Más allá de eso, hay dos cuestiones que siempre son mencionadas al hablar de los privilegios de los inmigrantes: el acceso a las guarderías públicas y el abuso de la sanidad. Con respecto a las guarderías públicas el problema es que hay pocas. Falta inversión en escuelas infantiles públicas para dar cobertura a la demanda que existe. Si no se crean más es porque se favorece el negocio de las escuelas privadas. Los criterios de selección están generalmente vinculados a la renta y las horas de ocupación de los padres. En el caso de los inmigrantes, lo habitual es que o bien solo esté disponible un progenitor para hacerse cargo de los niños, o que ambos trabajen, y a su vez que sus salarios sean muy bajos. Si acceden a las plazas es por su estatus socio-económico, y no por ser de fuera. Con respecto a la sanidad, basta observar un dato: los inmigrantes representan el 10%  de la población, pero solo el 5% de los pacientes. Es decir, van al médico, de media, la mitad que la población autóctona, según la Sociedad Española de Medicina Comunitaria.

Cuando Luisa regrese a Bolivia, se habrá convertido en una pequeña Marco Polo, habrá visto más mundo que la mayoría de sus vecinos, habrá conocido más diversidad que la mayoría de nosotros, se habrá enfrentado a más retos y problemas, a más intensidad de vida que la gran mayoría de la gente que nunca sale de su barrio, de su pueblo, de su ciudad o de su país. Todo eso será cierto, como también es cierto que ella nunca quiso salir de allí. Si hubiera tenido garantizada una vida digna y amable y justa para ella y su familia, jamás se habría ido.

Bolivia es un país con enormes riquezas, cuenta con la segunda mayor reserva de hidrocarburos de América Latina, es el cuarto productor mundial de estaño, el undécimo productor de plata. Sin embargo, es un país con cerca del 6,7% de su población dispersa. El problema no es que no haya riqueza, no es que no haya recursos.En las áreas urbanas de Bolivia cerca de la mitad de la población es pobre, en zonas rurales cerca de un 78%. El 10% más pobre percibe el 0.2% del total de ingresos; el 10% más rico con el 42, es decir, 235 veces más según el Plan Nacional de Desarrollo.

En el país de Luisa, el 20% de las unidades agropecuarias poseen el 97% de la riqueza. ¿Qué se dibuja detrás de estos números? Una realidad que se concreta en cualquier rincón del planeta donde depositemos la mirada: detrás de la pobreza está la desigualdad.

El 1% de la humanidad posee el 43% de la riqueza total. El 10% controla el 83% de la riqueza. Según datos del Centro de Investigaciones del Congreso, la mitad de la población estadounidense tenía en 2010 apenas el 1,1% de la riqueza del país. Según ese mismo informe, el 10% más rico de EEUU poseía el 74% de la riqueza. Y la élite económica mundial evadió al menos 16,7 billones de euros entre 2005 y 2010 según un informe de Tax Justice Network.

Los que más tienen cada vez tienen más y posiblemente sea a costa de los que menos tienen. Existe una línea directa entre beneficios desorbitados y pobreza. Mencionemos un simple ejemplo: recién explotada la burbuja inmobiliaria, algunos grandes inversores decidieron retirar su dinero del ladrillo y apostar en terrenos más fiables: las materia primas. Invirtieron en futuros, principalmente de arroz y cereales, confiando en que los precios subirían. Como estas operaciones van acompañadas de complejos mecanismos financieros que pueden provocar el cumplimiento de sus profecías, estos fondos de inversión vieron cómo efectivamente los precios se disparaban, en algunos casos con aumentos superiores al 120%. Estas subidas supusieron millones de beneficios para los bolsillos de algunos inversores, bonus millonarios para algunos gestores de fondos. A su vez trajeron riesgo, hambre, desnutrición y muerte a cientos de miles de personas que dependían de estos productos, a los que dejaron de tener acceso a causa de la subida del precio. Que en un país como Egipto el precio del pan se duplicase provocó el surgimiento o crecimiento de diversos movimientos sociales de protesta, que sentaron las bases para las revueltas que estallaron en enero de 2011 y supusieron la caída del dictador Hosni Mubarak.

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